Un puzzle por encajar

Esta mañana he lanzado esta pregunta al aire y he recibido un montón de respuestas con historias bonitas, tristes, divertidas y emocionantes.

Ahora os cuento la mía.

Yo era la típica que daba el perfil: jugaba al fútbol, no mostraba mucho interés por las cosas de chicas, llevaba coleta todo el día y me gustaba ir en pantalones y deportivas.

Todo esto para desesperación de mi madre, claro.

«Admiraba» a Lydia Bosh, Pilar Soto o Sandra Bullock, entre otras, pero tampoco brotaba en mí el deseo como tal. Tuve un par de novios en el cole porque era lo que había que tener. Todo muy inocente, gracias a dios. Era una novia guay porque conmigo era como hablar con un chico. Eso no hizo que dejaran de llamarme chicazo cada vez que les marcaba un gol o les partía la nariz porque me habían llamado chicazo.

En el cole tuve una compañera nueva y una profesora de Educación Física que me perturbaron un poco, pero nada que hiciera desviarme ni un milímetro hacia mi latente lesbianismo. Total, todo el mundo estaba, de alguna manera, obsesionado con ellas, era algo normal. La nueva apenas duró un año. Para las chicas era la guay y para los chicos la chica guapa que había venido a alegrarles la vista. Y con respecto a la profesora de Educación Física, bueno, era la primera mujer que nos daba Educación Física en nuestra vida. Así que no me saltaron las alarmas ni nada.

En el Instituto pasé de tíos porque «estaba centrada en mis estudios». You know. Como avance, me solté el pelo y mis rizos volaron al viento. Bien por mí. Poco a poco.

Comencé una amistad con una chica y, lo juro por dios, no sentía nada por ella, pero nos llevábamos genial e iba a su casa a menudo. Los rumores se extendieron y un par de amigas mías de toda la vida me advirtieron de que se comentaba que éramos novias. Me quedé paralizada porque no lo éramos. Ni siquiera me gustaba en ese sentido. Fue la época de mentir como una bellaca para no salir con mis amigas. No me molaba su estilo de vida de los fines de semana y yo estaba muy bien en mi casa viendo pelis con mi hermana. Es decir, vida social = 0.

Fundido a negro y… Aparecemos en la puerta del Instituto, instantes antes de subirnos al autobús que nos llevaría a París y Amsterdam.
¡Qué maja la monitora del viaje de fin de curso! ¡Qué mirada tan intensa! ¡Qué guapa pese a las cicatrices del acné! ¡Qué insistencia en saber si yo era mayor de 18 años!
Mis amigas se empeñaron en liarme con un sueco rubísimo y guapísimo en una discoteca de París, pero no caí en sus triquiñuelas. Bien por mí otra vez.

Debéis pensar que soy una Afrodita de la belleza, o algo así. Ahora, aun, pero en aquella época os juro que para nada. Lo que pasa es que tengo labia y soy divertida. Las cosas como son.

En el autobús, de noche, con las luces de París de fondo, la monitoria se sentó a mi lado. Me puse un pelín nerviosa. Si ella lo estaba, no lo percibí. Hablamos de lo que quería estudiar, de mi familia, de mi vida en Zaragoza. Ella tenía 26 y, ahora lo sé, unas ganas tremendas de comerme la boca. Estoy segura de que ella esperaba que yo diera el paso. Joder, estaba al cargo de nosotros, no se la podía jugar. Pero yo estaba en la puta parra.
Ahora me doy de cabezazos.

Por cierto, si esta historia te suena de algo, es porque la leíste en «El Amanar de Nadia», el relato incluido en «Nico, por favor». Claro que, en este relato, Nadia tuvo la valentía que yo no tuve.

Ok, nos vamos a la universidad. Me mudo a Madrid, la capital del reino de España, la ciudad que alberga Chueca, donde el 50% de los chicos que estudiaban Periodismo eran gays. Uno de ellos se convirtió en mi mejor amigo. Él estaba pasando por lo mismo. Compartía conmigo sus dudas sobre su homosexualidad, pero yo era incapaz de extrapolarlas hacia mi experiencia. Tenía esa parte de mi cerebro completamente ciega.

En nuestro grupo de amigos, había un chico guapísimo, cuerpo de gimnasio, divertido, amable y respetuoso que, vete tú a saber por qué, le molaba yo (seguía sin ser una Afrodita de la belleza, aunque ya no tenía granos. ¡Yupi!). Pero si os digo que rompimos una cama y no precisamente por estar follando os resumo todo. Teníamos una buena amistad pero no pasó de ahí. Él dejó la carrera y le perdimos la pista.

Ahí fue cuando mi amigo empezó a comerme el tarro.
–A que vas a ser bollera, tía.
–Pf, qué va.

Era como si estuviera delante de una mesita de café, con las piezas del puzzle desordenadas y yo empeñándome en jugar a las chapas con ellas.

Sigamos echando piezas a la mesa.

Ahora llega lo más fuerte, para que veáis mi punto de ceguera.

Hice un curso de Género donde conocí a varias lesbianas y con las que incluso fui a un bar de ambiente. En aquel bar, una de aquellas amigas (hetero) me dijo: «Me juego 20 euros a que te entra alguna chica». Le reí la gracia y acepté la apuesta.
Aunque secretamente deseaba que eso pasara, perdí la apuesta. Nadie se acercó a mí (os lo dije, no soy Afrodita).
Sin embargo, a ella sí xD

Mi estancia en Madrid tocaba a su fin. Estaba en un curro con fecha de caducidad, después del cual me volvería a Zaragoza. En el viaje de ida en el metro me encontraba casi todas las mañanas con una chica que, por fin pude admitirlo, me gustaba. Así comienza «Nico, por favor» aunque la historia de Nico y la mía se desarrollan de maneras muy diferentes. Como Nico, apunté mi número en un papel para dárselo a aquella chica, pero nunca tuve el valor de hacerlo.

Cuando volví a Zaragoza, a vivir con mis padres, tras diez años de vivir a mi bola en Madrid, me rompí por dentro.
El puzzle no estaba sobre la mesita de café. El puzzle era yo. Y tuve que recomponerme pieza a pieza. Una chica me ayudó a encajarlas. Una chica con la que empecé una amistad que, ahora ya lo sabía, no iba a ser tan inocente.

Fue entonces cuando comencé a escribir mi primera novela, como una manera de hacer terapia y, en gran medida, de vengarme de mi yo del pasado por ser una parras.

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