Fanfic #Barcedes: Capítulo octavo

¿De qué va?

Historia basada en la telenovela «Perdona nuestros pecados», ambientada en el Chile de finales de los 50. Mercedes y Bárbara han confesado su amor por la otra, pero Sofía Quiroga las ha visto en una situación comprometida y las ha amenazado con contar a todo Villa Ruiseñor su relación.
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Las últimas notas de «No me platiques más» resonaban todavía en el aire cuando Mercedes abrió los ojos. Vio su mano anudada a la de Bárbara, mientras la otra tocaba una tierra que, aunque extraña, le resultaba, en cierto modo, familiar. Bárbara estaba tumbada sobre el suelo, con los ojos cerrados y una sonrisa plácida.

–Barbarita, mi amor –la llamó Mercedes con su boca muy pegada a la de su polola.

Una paloma las observaba de lejos, con parpadeo nervioso y espasmos en el cuello.

Bárbara abrió los ojos lentamente. Una lágrima se le escurrió por la esquina del ojo. Al ver la cara de Mercedes, su sonrisa se hizo más amplia.

–Mi hermosa Mercedes –susurró antes de darle un beso en los labios. Después, se incorporó y oteó su alrededor–. ¿Dónde estamos?

La Möller miró con más atención. Se fijó en la paloma, que seguía mirándolas estupefacta, en los árboles, que eran altos y daban una sombra fresca, en el sol, que estaba en lo alto del cielo.

–Parece un parque –contestó Mercedes.

Bárbara se incorporó lentamente y vio lo mismo que su novia: la paloma patidifusa, los árboles, el sol en lo alto.

–¿Y cómo hemos llegado aquí?

–No lo sé –Mercedes sopesó su respuesta mientras se ponía en pie y se quitaba el polvo de la falda–. ¿Será que estamos en las antípodas de Chile?

La expresión confusa de Bárbara la obligó a explayarse.

–Al caer por la grieta del terremoto, caímos en la otra parte del mundo.

–Pero eso es imposible, Mercedes.

Mercedes ofreció su mano a Bárbara para que recuperara la verticalidad. Una vez en pie vieron algo que no esperaban. Tras los árboles, una serie de edificios de varias alturas rascaban el cielo, había vehículos a motor con extraños diseños cruzando la calle y las ropas de la gente parecían más ligeras que las suyas. Para completar la escena, pocos metros a su derecha se alzaba la estatua de un hombre acompañado por una mujer con grandes alas y por otra con aspecto de guerrera.

–Esto no son las antípodas, Mercedes –concluyó Bárbara–. Esto es la plaza Vicuña Mackenna. Estamos en Santiago.

–¿Santiago? –preguntó Mechita–. Hace mucho que no venía, pero no lo recordaba así.

–Desde luego, no es el Santiago que conocemos tú y yo.

Bárbara giró sobre sí misma hasta que dio con la imagen de un hombre sentado en un banco. De una bolsa sacaba granos de maíz que lanzaba a las palomas. La morena agarró a Meche del brazo y la llevó hasta aquel banco. Las palomas, demasiado ocupadas picoteando el suelo, apenas se inmutaron y las mujeres pudieron sentarse. En el espacio entre ellas y el hombre había un periódico plegado. Bárbara echó un vistazo a la portada. Cuando vio la fecha se llevó una mano al pecho.

–Dios mío, Mercedes, estamos en el año 2018 –dijo sin poder aguantar su descubrimiento.

–¿En 2018? –preguntó la Möller escandalizada.

Cuando la conversación llegó a los oído del caballero, se giró hacia ellas. Las miró de arriba abajo. Parecían demasiado jóvenes para vestir como su abuela, y aquellos peinados hacía tiempo que se habían dejado de llevar en todas las peluquerías de Chile. Mercedes y Bárbara trataron de disimular, pero al hombre le dio mala espina la pareja, agarró su periódico y se fue, dejando a las palomas peleándose entre ellas por los últimos granos de maíz.

–Mercedes, tenemos que disimular.

–Ay, sí, Barbarita, disculpa –Mercedes se revolvía en el banco–, ¿pero cómo hemos llegado hasta aquí?

–Bueno, querrás decir cómo hemos llegado hasta ahora.

La ocurrencia le arrancó una risa a la Mechita, y su risa, a la vez, contagió a Bárbara. Rieron a carcajada limpia ante la mirada incrédula de las palomas. Pero pese a las risas, seguían perdidas, y volvieron poco a poco a su estado de desaliento inicial.

–¿Qué hacemos, Bárbara?

Bárbara buscó la respuesta en las copas de los árboles, que se mecían ligeras con la brisa.

–Tenemos que ir a Villa Ruiseñor.

–¿Volver? ¿A qué, Barbarita? Han pasado… –Mercedes hizo el cálculo mentalmente–, 67 años. Es probable que todos estén…

–Muertos –concluyó Bárbara–. Tu familia, mi marido…

–La María Elsa y la Augusta –Mechita se llevó los dedos a la boca para ahogar un grito.

Las palomas volaron asustadas a otro rincón del parque. Con el vuelo de la última, Mercedes echó a llorar.

–Hermosa, ¿por qué lloras?

Mercedes hundió su cabeza en el cuello de Bárbara.

–Lo siento mucho, mi amor. Siento haberte traído hasta aquí. Sin nadie a quien acudir, sin dinero, sin un lugar adonde ir…

Bárbara la apartó de su hombro y secó sus lágrimas.

–Bueno, nos tenemos la una a la otra y con eso me basta –Le agarró la cara y la besó en los labios–. Mientras estemos juntas, nada malo nos pasará.

Volvieron a besarse. Sus besos eran diferentes, más dulces, más esponjosos, más libres. Pero ni aun en el Chile de 2018 podían permanecer alejadas de las miradas curiosas. Ambas habían alertado unas pupilas clavadas en sus labios. Una anciana las observaba con expresión atónita, como si no diera crédito a lo que tenía delante.

–¡Vaya! Parece que nuestro país no ha avanzado tanto como esperábamos –dijo Bárbara.

La señora avanzó unos metros sin cambiar su expresión hasta que constató que quienes tenía delante eran la Mechita y la Bárbara, aquellas cochinas a las que denunció y de las que tanto se acordó durante toda su larga vida.

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